Era 5 de agosto de 2009, hacía bastante calor, incluso en el despacho, así que me recogí mi larga melena con una pinza negra de Evita Peroni y pedí que me subieran una botella de agua fría, no quería llegar deshidratada al mediodía porque, sinceramente, tenía mucho que escribir antes. Y me apetecía.
El día anterior había llorado.
No había motivos aparentes, nada había pasado que desencadenara las lágrimas que por mi cara corrían; sin embargo, sentí una necesidad imperiosa de llorar para sacar y liberar energía contenida de deseos aún no manifestados, así que me liberé, dejé salir el sentimiento de la nostalgia de lo no sucedido para coger una fuerza mayor en su deseo y hacer que su plasmación en el plano material llegara incluso antes de lo esperado.
Me sentí muy bien, incluso reía después de haber encharcado mis ojos y mojado mis mejillas.