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domingo, 8 de septiembre de 2013

En las montañas del Himalaya


Beijing, 12 de agosto de 2013 - China

Aterrizo.

Era tarde cuando llegamos al hotel y las horas de vuelo pasaban factura en forma de cansancio. Una ducha rápida y una visita imprevista esa misma tarde al mercado de la Seda. Algunas compras inesperadas y el cuerpo empieza a pedir restauración. La apuesta pasa por cenar en el Lost Heaven, ubicado en Tian'an Men Square, muy próximo a la famosa Ciudad Prohibida que más adelante visitaría antes de abandonar la famosa capital de China. Creo que algo de lujo asiático a estas horas era una buena forma de restaurar cuerpo y mente.

La comida, típica del sur de China, en la región de la salvaje Yunnan, especiada, aromática y vegetariana fue irresistiblemente placentera.



Beijing, 13 de agosto de 2013 - China

Un desayuno temprano y emprendo camino a una de las imprescindibles visitas previstas en nuestra ruta, la Gran Muralla China.

Piedra, niebla e historia formaban al unísono un paisaje admirable junto a la salvaje naturaleza que la acompaña en sus noches solitarias, cuando los turistas nos alejamos de la grandeza de su omnipresencia en esas altas montañas asiáticas.

Situado a 12 km de Pekín y originiriamente construido en el año 1750 por el Emperador Qianlong, decido visitar durante la tarde el Palacio de Verano, a orillas del lago Kunming y considerado desde 1998 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Y el Palacio, majestuoso y en pie, me brinda la oportunidad de pasear en barca bajo la atenta mirada de un sol que no perdona mi osadía. En agosto, andar por Beijing es sólo para valientes si el calor nunca fue un aliado en tu paso por la vida.
   

                                   

Beijing, 14 de agosto de 2013 - China

Tian'an Men Square me abre paso a la Ciudad Prohibida. Lo que aquí descubro es lo que la historia me había contado en los libros. Siglos de sabiduría imperial, arquitectura de dinastías y un legado de reliquias que mis retinas intentan retener. Apenas sin pestañear, no podía poner freno a mi imaginación que, disparada, imaginaba incesantemente al Emperador Puyi siendo niño corriendo por los inmensos patios y las estrechas callejuelas que conformaban tal enorme y alucinante complejo tras las faldas de su  nodriza, escalando los tejados para descubrir el exterior de la Ciudad que nunca le fue permitido, o en sus aposentos buscando la paz y el descanso.

Cerrar los ojos un sólo segundo era un insulto al tiempo.

Por la tarde, me esperaba el Templo del Cielo, también Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde el mismo año que el Palacio de Verano. Construido en el año 1420 y usado por las dinastías Ming y Qing para orar por las cosechas en primavera y agradecer los frutos obtenidos en otoño.
El color predominante es el azul, el Templo fue construido sobre tres terrazas circulares de mármol blanco y se sostiene sobre 28 pilares de madera y muros de ladrillo.
No hay ni una sola viga.

El cielo que me observa atento y el amplio verde del bosque que lo rodea, donde la vida de Beijing parece emerger al caer la tarde entre juegos de ajedrez, flautas orientales y ancianos que conversan y que, a mi paso, guardan silencio con una mirada abierta a mis ojos.

Y me pregunto qué piensan cuando se miran en mi. O quizás soy yo la que se mira en ellos.




El tren del Cielo, 15 y 16 de agosto - China y Tibet

El viaje en el Tren del Cielo a Lhasa es largo y algo tedioso.  Pero la emoción de alcanzar un lugar como Tibet me puede y el paisaje de los primeros picos nevados del Himalaya -la cordillera más grande y alta del mundo- la fuerza del galope de algunas manadas de caballos salvajes, las gacelas que corren, los yaks que pastan y algunos pueblos  nativos nómadas y dispersos en las faldas me reconforta y alimenta la ilusión de un corazón que se desboca con la belleza de lo que empieza a asomarse al azul de mis ojos.

El tiempo en el tren me agota, el corazón sin embargo sigue vibrando.

Tras 48 horas de viaje sin descanso en tren, llego a Lhasa y decido no perder tiempo. Una ducha rápida, ropa  limpia y me sumerjo en el tiempo.

De repente, retrocedo siglos atrás adentrándome en el barrio antiguo de Lhasa, el circuito de Bakhor.

Niños que nos dan la bienvenida a Tibet, ancianos que oran, nativos que se cruzan entre las estrechas calles empedradas, anchas plazas llenas de incensarios, colores que convierten la estampa en un lienzo perfecto a mis pupilas. Apenas puedo articular palabra.

El mal de altura, a 3.650 metros de altitud sobre el nivel del mar, empieza a pasarme factura con un ligero dolor de cabeza que me aturde, pero no desisto y me adentro aún más en esas calles tibetanas y su pueblo sencillo, humilde y lamentablemente custodiado por el gobierno de la República Popular China. Y paso a paso, cruzo tiendas, templos y callecitas hasta que cae el sol, y entiendo que aunque quisiera, ya no puedo seguir. La falta de oxígeno dificulta cada paso, y el viaje de dos días en tren sin descanso no me permiten avanzar aunque mi alma se empeña en seguir el corazón de Tibet en el barrio antiguo de Lhasa.




Lhasa, 17 de agosto - Tibet

Era temprano, el aire frío y el templo de Drepung alto, ubicado a los pies del monte Gephel.
La traducción de Drepung es literalmente "Montón de arroz" y es uno de los tres grandes monasterios Gelukpa, una de las escuelas del budismo.

Yo lo alcancé. Caminé por sus pasillos y rincones durante dos horas sintiendo esa paz que sólo un templo budista con sus velas encendidas por todas las esquinas y sus inciensos constantes ardiendo pueden proporcionarte.
Sin apenas darme cuenta, me alcanzó el mediodía y el aire frío quedó sustituido por un calor sofocante. Era hora de comer y escogí para ello comida local tibetana, unos momos vegetales y unas lentejas especiadas que, en otras ocasiones, decidí repetir por su exquisito sabor casero con sutil picante que te acompañaba en aroma  y sabor.

Por la tarde, el Monasterio de Sera estaba cerca. Visitarlo y recibir la bendición de unos monjes tibetanos y su Buda no tiene comparación en el mapa que consigue dibujarte en el alma.






Lhasa, 18 de agosto - Tibet

Cuando una se siente identificada con el budismo desde casi siendo una niña y casi aún sin saber realmente cuál era su signficado, una de las metas más soñadas y anheladas en esta filosofía y forma de vida es pisar y descubrir  las entrañas del Palacio de Potala, la casa de invierno del Dalai cuya construcción se originó en el siglo VII, durante el gobierno del quinto Dalai Lama.
Situado sobre la montaña Hongshan, abarca un área de 410.000 metros cuadrados y cuenta con una superficie edificada de 130.000 metros cuadrados por cuyas estancias deambulé absorta durante horas y horas de una mañana soleada donde el tiempo pareció detenerse.

Potala me miraba imperturbable al paso de los siglos. Parecía dominar el tiempo y también el clima. Mientras yo le devolvía la mirada, no sabía apenas qué decir porque los sentimientos inundaban todo, sin dejar espacio a las palabras. No existían. El abecedario desapareció por completo.
El lenguaje de los sentimientos es otro, y no se viste con palabras.

Erguido con su aura al cielo, rodeado de flores y árboles milenarios, ahí estaba. Con sus más de mil habitaciones para los lamas budistas.

Paz, armonía, silencio.

Contemplación.

La comida fue en el ático de un restaurante en cuya terraza nos deleitamos en sabores y vistas al ciruito de Bakhor.

La tarde nos llevó al templo de Jokhang, el más famoso de los templos budistas de Lhasa en Tibet. Es el centro espiritual de la ciudad y tal vez su atracción turística más famosa, también considerado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, construido en el año 642 por el rey Songtsen Gampo.
Fue una visita breve, en la que pude apreciar los daños que la revolución cultural china en su afán por destruir la cultura tibetana causaron al templo.
En este templo, Dalai Lama pasaba algunas temporadas no demasiado largas. Veo su trono, su habitación y su sala de meditación. Es ver una luz que brilla en medio de un templo que sólo se ilumina por el sol que entre las rendijas de algunas ventanas se cuela para acompañar a la luz de algunas velas.

Tras la cena, y aún sin descanso, me adentro en una de esas calles tibetanas donde todos hacen su vida más allá de las miradas del resto del mundo. Descubro patios interiores donde se cocina y algunos establecimientos locales como el Spin Café, el café de la resistencia tibetana a la revolución cultural china. Entrar en él de noche y saludar a los que allí tomaban té a esas horas fue una experiencia íntima con la cultura tradicional local de Lhasa.



Lhasa, 19 de agosto - Tibet

He decidido hacer un trekking por las cuevas de Drak Yerpa. El camino lo inicio a 4.200 metros de altitud sobre el nivel del mar y alcanzo caminando los 4.800 metros de altitud ascendiendo la montaña y sus cuevas que contienen templos pequeños, donde los rituales que algunos monjes budistas y muchos locales tibetanos rinden día tras día, mes tras mes y año tras año a los dioses protectores del budismo, como para ellos lo son el Dios de las Convicciones, el Dios de la Sabiduría o Atisha, que aún siendo un príncipe nacido en la India, fue en Tibet donde se consagró a la búsqueda de la Iluminación protegiendo y difundiendo el budismo.

El olor a incienso templa el frío de la mañana, como templa mis emociones.  La falta de oxígeno y el paso ligero me hacen entrar en calor. Tras alcanzar la cima de la montaña, un ligero reposo, e inicio el descenso montaña a través, observando lo salvaje de las tierras  del Himalaya.

Horas después, visito el Palacio de Norbulingka, datado del año 1755 y convertido en residencia de verano durante el mandato del octavo Dalai Lama.

Rodeado de una arboleda inmensa con estanques que albergan patos salvajes, enormes peces y unos jardines con aves exóticas asiáticas que sobrevuelan la zona, diviso la entrada al Palacio y mis ojos se abren como si ventanas fueran abiertas de par en par al tiempo de una vida entera que pasa.

El aliento se detiene. El corazón se acelera. Y entro.

Guardo silencio durante varios minutos. Y entonces, sin saberlo ni prepararlo, alcanzo la habitación donde el Dalai dormía, y luego la estancia de su meditación diaria, y hasta su baño privado y el salón donde recibía a invitados y también a extranjeros que venían en busca de su bendición y su mirada.

Mis pies parecían no tocar suelo, mis ojos no se cierran. Los colores intensos y variados en las pinturas y telas decorativas me lo impidieron, me secuestraron durante unos maravillosos y volátiles instantes de emociones encontradas.




Gyantse, 20 de agosto de 2013 - Tibet

Un camino largo de  horas en jeep por parajes naturales que parecen haber sido pintados horas antes por una mano divina enamorada del azul y de las montañas salvajes.

Paso por el puerto de montaña de Kampa (4.794 metros de altitud sobre el nivel del mar) sobre el lago azul de Yamdrok Tso. Azul intenso, azul en el cielo y azul en la tierra. No había otro color.

Gyantse es una de las ciudades tibetanas más interesantes en cuyo centro alberga un gran número de casas tradicionales.

Cae la noche. Me rindo, inevitablemente, al descanso.




Gyantse-Shigatse, 21 de agosto de 2013 - Tibet

Madrugo y la mañana me brinda la  oportunidad de conocer el Monasterio Gyantse-Pelkor Chode, cuyo templo principal es el Tsuklakhang construido entre 1.418 y 1.425 D.C.

Desde que empecé el viaje, el buen tiempo me acompaña y luce el sol aunque las mañanas, igual que los atardeceres y las noches, son frías. Y mágicas.

Tras la visita al monasterio, un lento paseo por las calles centrales del pueblo de Gyantse me permite descubrir la auténtica y profunda vida tibetana de pueblos rurales alejados de la capital de Tibet.
Rodeada de animales de granja, me paro a darles el cariño que me piden sus miradas, acompañada de los cánticos de los monjes que apenas una hora antes oí en el monasterio, y bajo las miradas absortas de un pueblo tibetano que se esfuerza en entender la cultura occidental que tan diferente y extraña les resulta. Un pueblo que hace vida en la calle, lava la ropa en barreños, sierran madera a las puertas de sus casas, pintan los marcos de algunas puertas de entrada, y otros contemplan los ojos azules que por las calles de tierra pasean absortos en el color castaño del resto de miradas que se posan en la mía.

La tarde me sorprende en la ciudad de Shigatse, la segunda más importante después de Lhasa.
Actualmente, Shigatse es conocida por el Monasterio de Tashilhupo, que llegó a albergar a 6.000 monjes aunque hoy en día en este monasterio apenas residen 180 monjes budistas.

Mientras el Budismo prospera en el mundo, China intenta reprimir la vida en Tibet.








Shigatse-Sakya, 22 de agosto de 2013 - Tibet

Parto a Sakya, al sur de Shigatse, cruzando el paso de montaña del Tso-La, el más alto que hasta ahora he alcanzado, a 4.950 metros de altitud sobre el nivel del mar. Sigo el curso del río hasta divisar una estructura monolítica que se parece a una fortaleza que se eleva en el aire desde la vasta llanura. Es el monasterio del norte de Sakya, en su día hogar de la poderosa Sakyapa y que ha logrado sobrevivir a las agresiones de los años 60 y 70 en la zona. Al adentrarme en el Templo, descubro el ritual budista que decenas de monjes celebran para bendecir el lugar y a su pueblo, espantando los males que puedan acecharlo. Mientras la gran trompeta retumba en mis tímpanos dejándome absolutamente absorta en su sonido y su simbolismo, algunos niños reclaman mis manos para jugar. Y de repente, uno de ellos percibe que el olor de mis manos es a jazmín porque justo me las había acabado de limpiar con el gel de manos que siempre llevo en la mochila.

Y entonces sé que tengo que compartirlo con ellos. Entre todos. Y sólo por eso, ríen. Y saltan. Y gritan. Y derrochan alegría, mientras mi corazón baila al ritmo de sus sonrisas.

En Sakya he encontrado un regalo auténticamente bello, nativo y sorprendente.







 Sakya-Rongphu, 23 de agosto de 2013 - Tibet

Hoy es un largo y agitado viaje, uno de los momentos más emocionantes de esta aventura cultural y espiritual que desde hace casi dos semanas emprendí con los ojos bien abiertos de par en par.

Tras 7 horas de jeep alcanzo Rongphu, en la reserva natural de Qomolangma, donde se encuentra el campamento base del Everest. Me adentro en ella y llego hasta el hotel que me acoge, pero sólo con la intención de dejar mi maleta y aprovisionarme del atuendo necesario para emprender rumbo, en ese mismo instante, a mirar de frente el Everest.

Una breve ruta me lleva hasta él y así, sin  más, se me aparece frente a mi.

Cara a cara.
Cuerpo a cuerpo.

Como si de un espejismo se tratara, el tiempo desaparece, enmudece el mundo. Y el sol ilumina la montaña más alta del mundo en un atardecer que me deja los huesos helados, la mirada hundida en su cima, los ojos imperturbables al entorno, la vida resumida en un instante.

Y nos contemplamos.

Guardamos silencio, el Everest y yo.

Unidos en el espacio-tiempo. Apenas tengo oxígeno a 5.200 metros de altitud, con un frío helador que atraviesa el alma y los latidos de un corazón que se esfuerza por oxigenar mi cerebro, mis venas, mi vida. La vida se esfuerza por continuar, pero la majestuosidad del Monte Qomolangma como llaman al Everest los tibetanos, es tan grande que no puedo competir en fuerza ni en intentos por sobrevivir a tal altitud mucho más tiempo. No quise llevar botellas de oxígeno, no quise y no lo hice.
Oscurece, el sol me va despidiendo, me va diciendo que debo marcharme, la noche allí es implacable y  no me perdonará la osadía de continuar mucho tiempo más ante una de las bellezas más impactantes del planeta.  La emoción es indescriptible.

Me toca despedirme, y es inevitable emocionarme aún más si cabe. Mientras desciendo, miro hacia atrás, pero el tiempo apremia y el intenso dolor de cabeza deja huella cada vez más fuerte, no deja de recordarme que debo continuar descendiendo para oxigenarme.

La vida debe continuar. El viaje no acaba aquí.

Adiós Everest. Fue breve, pero durante una tarde nos tuvimos el  uno al otro y eso ya no cambiará jamás en nuestras vidas.

En toda una eternidad, nuestro encuentro ya siempre Es.





Rongphu-Zhang Mu, 24 de agosto de 2013 - Tibet

Hoy tengo que despedirme de Tibet, hoy será la última noche que duerma en los Himalayas, pero acercándome al pueblo fronterizo de Zhang Mu, Tibet me tenía aún guardado un precioso regalo, la reserva natural de Langstag que, aunque empiezo a visualizarla en el lado de los Himalayas tibetanos, continuará una vez cruce la frontera con Nepal.
Cuando llego al hotel, tras sortear decenas de cascadas de agua cristalina y verdes valles entre altas montañas envueltas en nubes y gotas de agua salpicada por la inmensidad vertical de las cascadas, descubro que el lujo no sólo lo era la comodidad y el exquisito cuidado del estilo mezclado entre tibetano y nepalí de la decoración del hotel, el auténtico lujo eran las vistas desde la habitación en la que dormía, a una de las altas montañas en cuyo lateral derecho sorprendía la caía  libre de una gran cascada cuyo ruido consigió acompañarme en el sueño toda una noche.

Un paraíso que no esperaba. Pero sabía que Tibet me daría un abrazo de despedida.

Adiós Tibet, hasta siempre Himalaya. Te recordaré por el resto de mis días.




Nagarkot, 25 de agosto de 2013 - Nepal

Nepal me recibe y sólo cruzar la frontera siento, inexplicablemente, que llego a algún lugar en el que ya había estado. Mi viaje era Tibet, pero Nepal me estaba esperando y yo no lo he sabido hasta ahora.
Enmudezco a medida que me adentro en este maravilloso país.

Montañas altas regadas de aún y cada vez más numerosas cascadas, aire húmedo y limpio se adentra en mis pulmones llenándolos, por fin, de oxígeno. Colmenas de abejas enormes en los rincones de las laderas de las verdes y salvajes montañas nepalíes.

Color en las ropas por doquier, sonrisas blancas en rostros morenos, belleza en las miradas.
Comida asiática de lujo, spa privado y masaje ayurvédico completaron la tarde, y la noche.

Namasté.



Nagarkot y Kathmandú: Durbar Square y Tamel, 26 de agosto de 2013 - Nepal

Nagarkot ha sido un bálsamo de paz para mi alma y también para mi cuerpo.

Kathmandú se aparece ante mi como si antes ya me hubiera tenido en sus entrañas. El valle de Kathmandú, rodeado de reservas naturales me parece, en su casco antiguo, como retroceder en el tiempo tantos años atrás que no doy crédito a lo que veo.

Kathmandú emite ruido, caos, desorden, pero también olor a especias, incienso y comida exótica. Perderme por sus templos hindúes y algunos otros budistas es una experiencia única que se debe vivir en primera persona.

Kathmandú es color, pero también sabor. Es gente.
Tiene alma. Y sabe mirar.

Durbar Square es un tesoro antiguo que hay que conocer. Actualmente Patrimonio de la Humanidad y zona monumental, contiene templos como por ejemplo el Templo de Shiva, el Dios hindú que protege todo el valle, pero también Talejo, el Palacio de Basantapur, el Templo de Jagannath y la Estatua de Hanuman entre otras reliquias atemporales.

Un paseo que inicié con el primer sol de la mañana y me llevó hasta bien entrada la tarde para vivir y pasear sin prisas y sin pausas por el barrio de Tamel, el auténtico barrio comercial, viejo y turístico donde los nepalíes coinciden en las compras, en las calles y también en las miradas con los pocos occidentales que por allí pasamos muy de vez en cuando.







Kathmandú: Patan, Baktaphur y la Estupa de Bodanath, 27 de agosto de 2013 - Nepal

En el barrio de Patan también encuentro la Plaza Durbar, como lo haré tambén en Baktaphur por la tarde.

En Patan, Durbar está llena de puestos donde los nepalíes ofrecen productos artesanos locales, en su mayoría vinculados al mundo hindú pero también al budismo.
Otra vez los templos me miran. Y hasta decido adentrarme en ellos, como habitualmente he venido haciendo a lo largo de tantos días de mi viaje por Asia.
Acabo la mañana en el Museo de Patan para ser yo quien mire y dejar de sentirme observada por las paredes y estatuas de dioses hindúes que se empeñan en clavarme la mirada en el alma. En el museo, aún viven muchas de las antigüedades que la cultura hindú y  budista ofrece a través de vitrinas al resto del mundo. Siglos y siglos atrás, muchas de esas representaciones tuvieron vida propia.

La tarde en Baktaphur es impresionante. Comemos en una terraza  con vistas a una plaza llena de vida en este barrio antiguo, el más antiguo del Valle de Kathmandú.

Calles empedradas que decoran  mis pies descubiertos, otras con arena rojiza que nos recuerda la calidez de una tierra bajo un sol de agosto que hoy ha querido darme tregua para que la brisa acompañara, por un sólo día en Nepal, mis pasos.

Calles estrechas que huelen a otoño y a incienso.

Y en Baktaphur, otra vez encuentro otra plaza Durbar, esta vez con algunos  nepalíes tocando una música pegadiza que te invita a danzar, y lo hago con ellos en medio del bullicio de la gente y el ruido que me rodea.

Acabo la tarde al norte de Kathmandú, a las afueras, para ver lo que para mí era uno de los principales motivos de pisar la tierra de Nepal. La estupa de Bodanath.

La había visto muchas veces en documentales y en televisión. Y siempre supe, desde que la conocí, que alguna vez estaríamos frente a frente para conocernos, mirándonos. Y ahí la tengo, ante mí. Una de las estupas más importantes del mundo budista junto a la de Swayambhunath, que debía visitar el día siguiente.

Los enormes ojos azules que se dibujaban en la parte superior de su cúpula me penetraban la mirada y la mente. Esos ojos contemplaban cuanto sucedía a los pies de la estupa, cada uno de nosotros eramos pequeños seres que rodeaban la espiritualidad de la estupa de Bodanath.
Caía la tarde, eran las 18.00 hora local en Nepal y se iniciaban los rituales de los mantras, monjes budistas y ciudadanos afines se sientan a su alrededor e inician los cánticos de mantras.

Monjes, tibetanos exiliados de Tibet, budistas nepalíes y occidentales convergen haciendo el movimiento que erige la peregrinación alrededor de la estupa en el sentido de las agujas del reloj.

Y ahora, así, sin más, en mi interior emerge una paz indescriptible y total que me hace yacer en un halo de silencio entre el bullicio. Y los ojos de Buda se funden con los míos, formando el mar de mi calma.

Namasté.









 Kathmandú, 28 de agosto de 2013 - Nepal

Amanece y tengo fiebre. Debo suspender mi encuentro con Swayambhunath. Me espera un  largo día de descanso en el hotel antes de emprender, por la noche, el vuelo de regreso a casa.

Para cuando embarco, la fiebre ha remitido considerablemente, y el vuelo de regreso es tranquilo aunque no por ello, menos largo y cansado.

Y así, sorpresa a sorpresa,  ha sido mi gran viaje por Asia.

En tierras del Himalaya.




















14 comentarios:

  1. Francamente, las imágenes hablan por sí mismas, pero el relato es extraordinario. Querida Eva, consigues que ese viaje lo hagamos cada uno de tus lectores. Enhorabuena, por este gran viaje y por tu forma de seguir narrando todas tus emociones.

    Un abrazo.

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  2. A ver por dónde empiezo. Hace casi un año y medio que no publicabas nada en el blog, y creo que no soy el único que seguro afirma que se te ha echado de menos muchísimo. Ahora de repente, nos sorprendes con otro gran viaje como lo fue el que nos narraste en tu paso por África.

    Eres una mujer alucinante. Déjame decirte algo: es sorprendente la versatilidad que tienes como mujer. Eres inteligente, bella (si me lo permites, bellísima), derrochas sensibilidad, inteligencia emocional y, sobre todo, se te nota que eres MUJER. Y lo pongo con mayúsculas porque es como me sale y porque creo que así cualquiera entiende a lo que me refiero.

    Este viaje ha sido un viaje interior para ti, aunque sin duda has tenido mucho que contemplar en el exterior con tus ojos, pero creo que donde más has visualizado por lo que se desprende de tu relato es dentro de ti misma.

    No me cabe otra que felicitarte, por compartir tu experiencia con nosotros, y por ser cada vez mucho más completa como persona pero, insisto, sobre todo como MUJER.

    Enhorabuena.

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  3. Guauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu que pedazo de viaje Eva, ¡¡¡envidia sana!!!

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  4. Sin palabras...alucinante.

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  5. Una pasada de fotos, y una excelente narración de la experiencia, sí señor.

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  6. Muy bonito viaje, aunque sin duda seguro que hubieron momentos no tan gratos como los que aquí se muestran, la autora lo ha dejado claro. Un aplauso a su sinceridad, por mostrar la realidad, desde lo bello hasta lo no tan bello, como la falta de oxígeno o la fiebre del último día.

    Impresionante viaje, seguro que es de los que te hacen crecer. No es un viaje cualquiera el Himalaya.

    Saludos.

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  7. Extraordinario viaje, relato e imágenes. Felicidades por esta experiencia.

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  8. El paraíso del Himalaya, soñado por tantos, y conocido por tan pocos. Afortunada tú querida Eva.

    Un fuerte abrazo, nos vemos.

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  9. De mayor quiero ser como tú Eva, ¿¿¿cómo lo haces??? Esto es un viaje y un reto y lo demás son tonterías! ;)

    Besos!

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  10. Alucinante Eva. Creo que todos hemos viajado contigo con este post en tu blog.

    Besos.

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  11. Increíble, alucinante, precioso… además tal y como nos lo relatas, creo que todos coincidirán conmigo en que gracias a ti, hemos hecho ese viaje con vosotros.
    Gracias guapisima, hasta pronto.

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  12. Sin lugar a dudas, este lugar forma parte del reino de los cielos. Relatar de esta forma también, sin dudarlo, denota que la autora tiene mucho más de divina que de humana. ¿Alguien ha leído alguna vez a otro autor que sepa transportarnos de este modo?. Felicidades Eva.

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  13. Un viaje en el que te sientes imbuido por el relato, y por cada uno de los rincones, que vives a la velocidad del rayo. La fotografía -muy buena- da una sensación de paz, que sólo pierdes cuando vuelves a leer tu paso a la velocidad de la luz por los magníficos sitios que visitas y que describes con minuciosidad exquisita.

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  14. Eva ve a Buda.
    Lo lleva siempre dentro.
    Nunca lo olvida.

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